The Kurdish Digital Library (BNK)
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El Legado Kurdo


Author :
Editor : Elma Date & Place : , Barcelona
Preface : Pages : 386
Traduction : ISBN : 84-96095-49-5
Language : SpanishFormat : 135x220 mm
FIKP's Code : Liv. Spa. Gua. Leg. N°661Theme : General

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El Legado Kurdo

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El Legado Kurdo

G. H. Guarch

ElCobre


Mi padre, Mustafá Riza, propietario de una gran industria tabaquera, sólo cometió un error en su vida, según mi abuelo Firuz: casarse con mi madre, Aixa Jufar, una mujer kurda, nacida en Diyarbakir, una población cercana a las fronteras de Siria e Irak. Es cierto que mi padre afirmó toda la vida que había merecido la pena y que no podía concebir la existencia de otra manera que no fuera viviendo junto a ella. Pero para un espectador objetivo en eso había mucho de la típica tozudez turca y ningún realismo. De hecho, mi abuelo desaprobó violentamente el matrimonio desde el mismo momento en que supo que su hijo había perdido la razón por aquella mujer.

Tal vez deba mencionar que mi abuelo, Firuz Riza, era no sólo ...



G. H. Guarch (Barcelona 1945) reside en Almería, ejerciendo su profesión de arquitecto. Ha publicado una narración sobre el drama de la inmigración ilegal, Los espejismos (en colaboración con IEA); El largo viaje, novela de aventuras de una mujer de final del siglo xix (sin publicar); Historia de tres mujeres. Crónica de una guerra, sobre el conflicto de Yugoslavia (IEA); El jardín de arena, donde se analizan las raíces del integrismo islámico en la Argelia actual (IEA); Las puertas del paraíso, Premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez 1997, sobre el Egipto de Nasser (Bronce); La isla de los tiranos, relato moral sobre la tiranía (sin publicar); Ibn Zamrak, sobre la época nazarí en el contexto de la construcción de la Alhambra (próxima publicación en WKD); Tierra prometida, sobre la creación del Estado de Israel (ElCobre); El árbol armenio, novela histórica sobre el genocidio armenio (Bronce), por la cual recibió la Medalla de Oro al Mérito Cultural de la República de Armenia y fue nombrado Miembro Honorario de la Academia de Ciencias y Letras Armenia; Shalom Sefarad, novela sobre la expulsión sefardí (IEA). Acaba de terminar Una historia familiar, narración histórica novelada con el trasfondo de la Guerra Civil española, y escribe una novela sobre el fascismo en el marco de la campaña de Abisinia.

 



PRÓLOGO


El Kurdistán es una nación sin estado que siempre ha vivido en la sombra de la historia, a merced de otros pueblos y víctima de sus divisiones internas. En la historia kurda abundan la muerte y la resistencia, la lucha y la precariedad. Hay poca paz en las estepas, desiertos y altas montañas que habitan las familias kurdas, y por eso, tal vez, en este paisaje se encuentre también tanto idealismo, orgullo, belleza y fuerza.

Todo esto salta a la vista tan pronto como se ponen los pies allí. Abrir los ojos no cuesta nada. La realidad está muy clara. El hombre, sea quien sea, esté en el bando que esté, siempre tiene familias y terrenos que defender, así como gestas épicas a las que no defraudar. Se mueve en un ambiente traumático y traicionero.

El emir kurdo Sharafudin, de Bitlis, una ciudad que hoy es turca, marcó la profundidad de este abismo al escribir en 1597 la historia de su pueblo. Bajo el título de Sbarafname habló de un tirano persa llamado Zahhak, que usurpó el trono a la muerte de rey Jamshid y estableció un reino de terror. Era cruel por naturaleza y de sus hombros, además, brotaban dos serpientes que le causaban mucho dolor. La única manera de aliviar el sufrimiento era alimentándolas cada día con los cerebros de dos jóvenes. El verdugo, sin embargo, se apiadó de las víctimas y pronto ideó un plan. Sólo mataba a una. A la otra la sustituía con una oveja y mezclaba los cerebros. Cada día, un joven lograba salvar la vida, y éste recibía el encargo de huir a las montañas más distantes e inaccesibles. Estos liberados acabaron formando una gran comunidad y fueron llamados kurdos. Debido al aislamiento desarrollaron su propia lengua. Nadie les molestaba en los bosques y, poco a poco, fueron ocupando las estepas y los desiertos.

La primera vez que vi a uno de ellos fue en el verano de 1988, durante un recorrido que me llevó a muchos de los escenarios que G. H. Guarch describe en su novela. De Ankara a Samsun, donde había una feria en la que era posible tirar un penalti reglamentario y donde los niños recitaban las alineaciones del Madrid y el Barcelona. De allí a Rice, siguiendo la costa del mar Negro, que siempre ha estado fuera de los límites territoriales de la nación kurda, y desde allí hacia el sur, a Kars, la ciudad colonizada por Rusia, cerca de las ruinas de Ani, iglesias y palacios cristianos y medievales abandonados hace siglos junto a la frontera con Armenia. No muy lejos, en el vestíbulo de un hotel desierto junto al lago de Van, había un hombre que admiraba a ETA. La bandera del grupo terrorista vasco colgaba junto al mostrador de recepción y el kurdo se sentía un hombre completo siendo un guerrillero, un pes-bmerga, y compartiendo con los terroristas vascos el ideario y la legitimidad que surgen de la opresión. El viaje terminó en la mezquita de Diyarbakir, una mañana muy tranquila. Allí, junto a la puerta que daba acceso al patio interior, un anciano vendía una alfombra de lana gruesa, cargada de polvo y descolorida. Su casa, en una aldea cercana a la frontera iraquí, había sido destruida en un ataque del ejército turco que andaba detrás de un grupo de peshmergas del PKK, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que para el gobierno de Ankara representaba lo mismo que ETA para el de Madrid: una amenaza a la unidad del país.

Turquía, nacida al final de la Primera Guerra Mundial sobre las cenizas del Imperio otomano, temía una etnia tan numerosa en Anatolia. Aún hoy la teme. Los kurdos suman más de doce millones de personas, es decir, un 20 por ciento de la población. Hay otros cinco millones en el norte de Irak, cerca de cinco millones más en la franja noroccidental de Irán y varios cientos de miles en el extremo nororiental de Siria.

Un pueblo tan numeroso, sin embargo, nunca ha podido ponerse de acuerdo, ni siquiera consigo mismo. Siempre ha estado a merced de estados más poderosos, que se han beneficiado de la debilidad endémica de la sociedad kurda, dividida en multitud de clanes y víctima de violencias intestinas.

La violencia en el Kurdistán tiene la misma dureza y melancolía que en el Cáucaso y los Balcanes. Es latente y, al cabo de los años, he llegado a pensar que es indisociable de la identidad de las personas, sean kurdos, turcos, iraquíes, iraníes o sirios. Es una violencia difícil de calibrar porque a menudo se revela con un gran aparato estético de impecables uniformes militares enfrentados a la elegancia tradicional kurda, de paisajes de folleto turístico que terminan en llamas y de refugiados que huyen de la muerte con americana y corbata. Pude verlos en la primavera de 1991, en las montañas que separan Irak de Turquía, en un lugar llamado Isikveren. Había cientos de miles. El llanto de los bebés se mezclaba con los lamentos de las madres, el silencio vengativo de los padres, el humo de las hogueras y las entrañas de los animales sacrificados, que ensuciaban un terreno aplastado por la desesperación. Los kurdos, siguiendo las instrucciones de la Casa Blanca, se habían sublevado contra las tropas del derrotado ejército iraquí en la guerra del Golfo. Confiaban en la promesa de ayuda americana, pero los yan-kis se echaron atrás por temor a un estado kurdo, que Turquía, aliado de Estados Unidos, no quería. Saddam contraatacó y los kurdos huyeron. A Isikveren llegó un niño de siete años con la cara, el pecho, los brazos y las manos quemadas por lo que sus padres decían que había sido un ataque con napalm. Mientras lo fotografiaba, el helicóptero del secretario de estado, James Baker, sobrevoló el campo de refugiados, y desde otros helicópteros se lanzó ayuda en paracaídas. Los kurdos corrían a buscarla, mientras las tropas turcas, inferiores en número y mal adiestradas, disparaban para mantenerlos a raya. Un joven sargento turco mató a un adolescente kurdo que quería hacerse con unas cajas de alimentos caídas del cielo. El primer disparo le voló la mano derecha. El segundo le reventó el pecho. Los turcos tenían órdenes de impedir que el éxodo se extendiera hasta el valle, donde había agua y las temperaturas no eran tan extremas. Condenados a vivir a más de dos mil metros de altura, con temperaturas que, por la noche, caían por debajo de los cero grados, los kurdos morían ante la inactividad, una vez más, de Estados Unidos y las potencias europeas. Los bebés, los niños y los ancianos fueron los primeros en caer. Decenas de miles de personas acabaron perdiendo la vida en aquel éxodo que tardó muchas semanas en resolverse. Los americanos crearon un santuario en el norte de Irak para la población kurda. El ejército iraquí tenía prohibida la entrada y, poco a poco, los supervivientes volvieron a casa.

La violencia, sin embargo, continuó. El año siguiente los militares turcos mataron a ciento cinco personas en Cizre, durante la fiesta del año nuevo kurdo. Cizre es un cruce de caminos, tocando a Siria y muy cerca de la frontera con Irak, un enclave estratégico para el ejército porque está junto a la principal carretera que conduce a la frontera iraquí, la ruta del contrabando.
Recuerdo una manifestación en Diyarbakir, en la primavera de 1993, poco después de la muerte del presidente Turgut Ózal. Era una marcha para reclamar el derecho a hablar kurdo. No estaba autorizada y la policía cargó con fuerza. Mujeres y niños fueron golpeados con porras. También hubo balas de goma, muchos detenidos y gritos de gente corriendo. La ciudad rebosaba de kurdos desplazados. Los suburbios crecían con bloques de apartamentos de construcción muy deficiente en los que se instalaban las personas desalojadas de sus aldeas, víctimas de la estrategia de tierra quemada que el ejército intensificó tras la muerte de Ózal. El escritor Yashar Kemal contó 10 millones de desplazados, 1.380 pueblos y aldeas evacuadas por la fuerza, 10.000 pueblos destruidos por el ejército turco.

Nada de esto habría ocurrido, seguramente, si Ózal no hubiera muerto. Estaba de acuerdo en devolver a los kurdos el derecho a hablar su lengua. Accedió a que pudiera enseñarse en las escuelas y a que hubiera medios de comunicación en kurdo. Sin embargo, falleció antes de poner en marcha las reformas. Una repentina parada cardiaca acabó con su vida, según la versión oficial. El resultado de la autopsia, sin embargo, nunca se publicó. Semanas después murieron de forma misteriosa sus principales aliados en el ejército y la policía política.

En medio de estas cenizas apareció por sorpresa una mujer, Leyla Zana, la «Pasionaria» de los kurdos. Entonces todo el mundo la conocía como la esposa de Mehdi Zana, el líder kurdo que fue alcalde de Diyarbakir hasta que los militares lo detuvieron y torturaron. Pasó once años en prisión. Leyla lleva nueve y es la prisionera política más famosa de Turquía. En 1994 consiguió el primer escaño de la historia para el Kurdistán en la Gran Asamblea Nacional turca. Este edificio, junto con el mausoleo a Kemal Atatürk, en Ankara, simboliza el renacimiento de Turquía y su firme vocación europea. Los turcos ven en estos monumentos la felicidad de un futuro moderno y no entienden que los kurdos no quieran sumarse a él, no entienden que prefieran seguir siendo kurdos, es decir, gente primitiva y del todo ajena al progreso.

Leyla Zana juró su cargo con una cinta en la cabeza, una cinta que lucía los colores del Kurdistán, rojo, verde y amarillo. Habló en turco, delante de una Asamblea rebosante de patriotas turcos. Sólo ella y sus tres compañeros de partido cuestionaban la pureza étnica de la sociedad turca. No querían ser turcos de las montañas, como ordenaba el estado, sino simplemente kurdos. Antes de acabar su juramento, Leyla Zana cambió al kurdo y dijo, en medio de un enorme griterío: «Lucharé para que los pueblos de Turquía y Kurdistán vivan juntos en un marco democrático». Al poco tiempo fue detenida, encarcelada y condenada a quince años de cárcel por separatista. En 1997 la justicia le ofreció la libertad por razones de salud, pero ella la rechazó, exigiendo una revisión de su caso que desembocara en una declaración de inocencia. El gobierno, presionado por la Unión Europea, dio su brazo a torcer el año pasado. Hubo un nuevo juicio, pero en enero de 2004 aún no había sentencia.

En su afán por ingresar en la UE, Turquía ha avanzado mucho en el respeto a los derechos de los kurdos, aunque las nuevas leyes no tienen traducción práctica. La prohibición de enseñar kurdo, por ejemplo, se levantó en agosto de 2002, pero un año y medio después las trabas burocráticas habían bloqueado todas las solicitudes para abrir una escuela.

El PKK dejó las armas en 1999, cuando cayó su líder Abdulá Ocalán. Durante los quince años de lucha hubo 30.000 muertos. Esta tregua permanente, sin embargo, no ha servido para que haya paz. Al no haberla al sur de la frontera iraquí, los militares turcos no han creído oportuno abrir la puerta a las libertades en el sudeste de Anatolia.

El norte de Irak, protegido por la aviación británica y americana, ha sido desde 1991 lo más próximo que los kurdos han tenido a un estado propio. Al cruzar la antigua frontera turco-iraquí sobre el río Khabur, entre Silopi y Zakho, había un «Welcome to Kurdistan» pintado en un letrero de madera. Todo eran sonrisas amables en el control de pasaportes. La prensa internacional acostumbraba a ser un negocio tan bueno como el contrabando de combustible. El dinero corría de mano en mano entre los vendedores de gasolina que había junto a la carretera igual que entre los burgueses de Arbil o Suleymaniya. La noche del 9 al 10 de septiembre de 1996 Suleimaniya entera cambió de manos. El ejército de las banderas amarillas, capitaneado por Masud Barzani, derrotó al de las banderas verdes de Jalal Talabani. La conquista provocó la huida de 100.000 personas. Los comercios de teléfonos vía satélite cerraron con el retrato de Talabani en los escaparates y abrieron a la mañana siguiente con los de Barzani. Hubo pocos muertos. Peor lo tuvieron los huidos. Se concentraron en la frontera iraní, en un lugar cerca de Halabja, el pueblo que Saddam Hussein bombardeó con armas químicas en la mañana del 25 de agosto de 1988. En medio de un ataque imprevisto de los peshmergas de Barzani una mujer me dio las llaves de su Mercedes repleto de equipaje y una dirección en Alemania. Luego se dirigió con sus hijas hacia la frontera iraní. No corrían a pesar de las balas que volaban en todas direcciones. Andaban cantando el himno kurdo, un poema de Ey Raqib que habla del enemigo: «Que nadie diga que los kurdos están muertos. Los kurdos aún viven. Nuestra bandera nunca se arriará».

La historia de guerra, genocidio, éxodo y asimilación forzosa, especialmente en Turquía, apunta, por primera vez en muchos siglos, un horizonte feliz, con la transformación del Kurdistán iraquí en un estado federal dentro de un Irak sin Saddam Hussein.
La última vez que me crucé con los kurdos, esta posibilidad era una utopía. Fue en Bethesda (Maryland), en el área metropolitana de Washington, a finales del año 2001. Vinieron a cambiarme la moqueta de casa. Eran cuatro hermanos. Habían nacido en Zakho, pasado por Isikveren y habían sido acogidos finalmente por los americanos en Silo-pi. Allí permanecieron dos años y luego los enviaron a Estados Unidos. Eran felices en su nuevo hogar. Quisieron ver las fotos de Isikveren. Las miraron sin decir nada y sonrieron al devolverme el álbum. «Aún vivimos», dijo uno de ellos.

Xavier Mas de Xaxás



La mujer kurda

Mi padre, Mustafá Riza, propietario de una gran industria tabaquera, sólo cometió un error en su vida, según mi abuelo Firuz: casarse con mi madre, Aixa Jufar, una mujer kurda, nacida en Diyarbakir, una población cercana a las fronteras de Siria e Irak. Es cierto que mi padre afirmó toda la vida que había merecido la pena y que no podía concebir la existencia de otra manera que no fuera viviendo junto a ella. Pero para un espectador objetivo en eso había mucho de la típica tozudez turca y ningún realismo. De hecho, mi abuelo desaprobó violentamente el matrimonio desde el mismo momento en que supo que su hijo había perdido la razón por aquella mujer.

Tal vez deba mencionar que mi abuelo, Firuz Riza, era no sólo militar de carrera, sino vocacional. Quiero decir que lo era dentro y fuera, en el cuartel y en su vida privada. Recién ascendido a capitán, apoyó la proclamación de la República Turca y durante los dieciséis años siguientes fue ayudante de campo de Mustafá Kemal Pasa, Atatürk, el padre de los turcos. No era, pues, mi abuelo alguien a quien se le pudiese llevar impunemente la contraria. Ello hace comprender que la decisión de mi padre no fue fácil y que, por encima de otras cosas, entre él y mi madre realmente tuvo que haber mucho de eso tan extraordinario y a veces absurdo que llamamos amor.

En cuanto a ella, descendía de una importante y conocida familia de notables kurdos. Sus dos hermanos, mis tíos El legado kurdo nos da ocasión de acercarnos a una realidad prácticamente desconocida introduciéndonos en las circunstancias, el presente y el futuro de un extraordinario pueblo que tiene más de leyenda que de historia.

La protagonista de esta narración, que tiene mucho de crónica histórica, Lamia Riza, una mujer kurda educada en Occidente, nos habla de la extraña relación entre Turquía y el pueblo kurdo, de la violencia latente, la melancolía, los éxodos, la asimilación forzosa, los desencuentros y los paisajes que conforman esta realidad. Como explica Xavier Mas de Xaxás en el prólogo, “hay poca paz en las estepas, desiertos y altas montañas que habitan las familias kurdas, y por eso, tal vez, en este paisaje se encuentre también tanto idealismo, orgullo, belleza y fuerza”.

El legado kurdo no sólo nos proporciona la lectura de una novela apasionante, sino que nos da las claves para acceder a este mundo lejano e inaccesible...

 




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