Pirtûkxaneya dîjîtal a kurdî (BNK)
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Kurdistan: Viaje al Pais Prohibido Manuel Martorell


Nivîskar : Manuel Martorell
Weşan : Foca Tarîx & Cîh : 2005, Manuel Martorell
Pêşgotin : Rûpel : 284
Wergêr : ISBN : 10: 84-95440-74-1
Ziman : ÎspanîEbad : 1500x230 mm
Hejmara FIKP : Liv. Esp. Mar. Kur. N° 6947Mijar : Giştî

Kurdistan: Viaje al Pais Prohibido Manuel Martorell

Kürdistan: Yasak Ülkeye Yolculuk [Kurdî, Istanbul, 2009]


Kurdistan: Viaje al Pais Prohibido Manuel Martorell

Manuel Martorell

Foca

En el presente libro, Manuel Martorell realiza una descripción panorámica de las principales sociedades musulmanas de Oriente Medio, aportando las claves fundamentales para com¬prender su actual complejidad religiosa, cultural y política. Para ello, utiliza como guía los sucesivos viajes realizados a la zona durante veinte años de dedicación profesional, comen¬zando por la europeizada Turquía, para recorrer después la República Islámica de Irán, el nacionalismo árabe de Siria y terminar con la crisis de Iraq.
La cuestión kurda es un asunto interno de primer orden para los gobiernos de Ankara, Teherán, Damasco y Bagdad. Por eso, Kurdistán: viaje al país prohibido permitirá al lector entender la realidad de Oriente Medio desde sus mismas entrañas. En sus páginas se realiza un gran esfuerzo para deshacer los tópicos extendidos en Occidente sobre esta parte del mundo, y, al tiem¬po que se profundiza en temas de gran trascendencia social, como la interrelación entre islam y política, se recogen datos históricos, leyendas, tradiciones, costumbres, descripciones humanas, paisajes, ciudades y, sobre todo, innumerables y enriquecedoras vivencias personales en las zonas habitadas por los kurdos, «el mayor pueblo sin Estado del mundo».

Manuel Martorell (Elizondo [Navarra], 1953), periodista y escritor especializado en Oriente Medio y, más concretamente, en el proble¬ma kurdo, ha trabajado en la agen¬cia EFE, La Voz de Almería, Diario 16 y El Mundo, colaborando asimismo como analista en el periódico informático El Confidencial, la revista La Aventura de la Historia y otros medios escritos, radiofónicos y televisivos. Es autor de la primera historia en castellano sobre el Kurdistán -Los kurdos: historia de una resistencia- y coautor de Kurdistán: el complot del silencio e Irak, reflexiones sobre una guerra.


Indice

I. El Pueblo Invisible / 5
II. La Otra Cara de Istanbul / 13
III. Cruzando la «Puerta de Plata» / 37
IV. Incıdente en Diyarbakir / 77
V. Tras la Huella de Zaratustra / 89
VI. El Retorno de Saladıno / 171
VII. Maldıcıón en la Alta Mesopotamia / 191
VIII. El Nacımıento de una Nación / 243

Bibliografía / 275


I

EL PUEBLO INVISIBLE

«¿Por qué los kurdos?» Después de veinte años viajando, escribiendo y divulgando allá donde he podido y de la forma en que me ha sido posible el drama del mayor pueblo sin Estado del planeta, todavía muchas personas se siguen sorprendiendo de que haya asumido como algo personal la suerte de unas gentes que no son las mías. No es de extrañar; la mención de lo que en nuestros días resulta uno de los problemas más atendidos por los medios de comunicación hace veinte años era referirse a la nada. Entonces, cuando comencé a interesarme por los kurdos, apenas los intuía en forma de agrestes y belicosos clanes, con ancestrales costumbres, ganada fama de fiereza y no menos terrible espíritu bandolero que, a más señas, tenían por refugio los inescrutables riscos del norte de Iraq; tribus, en definitiva, montaraces que habían perdido el tren de la contemporaneidad. Lo último relevante que había llegado a mis oídos en los años setenta era la traición del sha de Persia, Reza Pahlevi, el «Rey de Reyes», entonces gendarme regional de Estados Unidos, quien, asesorado por el maquiavelismo de Henry Kissinger, les había dejado, de la noche a la mañana, en la estacada frente al Ejército iraquí.

Había ocurrido en 1975, coincidiendo con una cumbre de la Organi-zación de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en Argel; el negocia-dor por parte iraquí era un joven y ambicioso político que comenzaba a despuntar pero cuya timidez hacía pasar casi desapercibido; se llamaba Sa- dam Husein y estaba dispuesto, con la mediación del responsable de la política exterior norteamericana, a entregar a Irán la margen derecha del estuario del Shat al Arab, formado por los bíblicos ríos Tigris y Eufrates al abrazar el golfo Pérsico. Eso sí, el sha, a cambio, debía cortar el oxíge¬no que mantenía viva la rebelión de sus hermanos de raza iranios, descendientes orgullosos de aquellos pueblos indoeuropeos que dieron nombre a Irán, en el sentido más literal del término, el País de los Arios.
No deja-ba de tener aquel combate el halo romántico de las causas perdidas, el espíritu quijotesco de quien, con el corazón lleno de buenos sentimientos, termina siendo zarandeado por los poderosos. ¿Qué podían hacer aquellos «peshmergas» —palabra irania que significa «quienes caminan frente a la muerte»— armados con mosquetones, cartucheras a lo Pancho Villa y «janyares» -puñales curvos- anudados entre la faja? ¿Realmente tenían alguna oportunidad frente a un Iraq que, apoyado por la URSS, emergía como líder del mundo árabe a punto de alcanzar en desarrollo económico a algunos países europeos o frente a una Persia convertida en cónsul honorario de los intereses de EE.UU. para todo Oriente Medio?

Yo sabía que reclamaban la autonomía —«Libertad para Iraq, autono-mía para el Kurdistán», decían— en la región del norte donde vivían va-rios millones de personas; pero hasta allí llegaban los conocimientos de un periodista en ciernes que creía entender algo de lo que pasaba en los paí¬ses árabes y que, ya a punto de dejar la universidad, pretendía especializarse en el mundo islámico. Por eso, cuando realicé en 1980 un trabajo de fin de carrera sobre «el carácter expansionista de la Revolución Islámica de Irán», me sorprendió toparme en tres provincias de este país —Urmie, Sanandaj y Kermansha, junto a la frontera de Iraq— con más kurdos que en todo Iraq. Precisamente en esta región había estallado la primera insurrección contra el régimen integrista del ayatolá Jomeini. Nuevo desatino: resultaba que aquellos guerrilleros eran calificados de «bandas contrarrevolucionarias» pidiendo, como reclamaban, una verdadera democracia y un régimen laico. Como sus hermanos iraquíes, los kurdos de Irán pedían «Democracia para Irán, autonomía para el Kurdistán». Estaban dirigidos por un intelectual doctorado en la universidad parisina de la Sorbona que se llamaba Abdulrahmán Ghasemlu y organizados por el Partido Democrático del Kurdistán de Irán (PDKI); aquellas legiones de jóvenes que por millares inundaban las alamedas, invadían las ciudades y se parapetaban en las plazas, con sus bombachos y sus turbantes a la cabeza, kalashnikov en ristre, eran los primeros en cuestionar un sistema político que todavía pasmaba, cuando no era objeto de admiración, a muchos europeos por su radicalismo antinorteamericano. Pero el PDKI solamente estaba exigiendo a Jomeini la autonomía prometida en el combate común contra la monarquía del sha, un sistema dictatorial bautizado en Occidente con el eufemismo de Revolución Blanca.

Para castigar «a los más grandes kofás (infieles)», Jomeini les declaró la guerra santa en agosto de 1979 y puso al frente del aparato represivo al ayatolá Sadeg Khalkhali, «el Carnicero del Kurdistán». A partir de entonces, no hubo piedad; en juicios improvisados, Khalkhali, que también dirigía las sesiones de tortura, era capaz de llevar en sólo unos minutos al paredón a decenas de militantes del PDKI o del grupo Komala (Sociedad). Las es calofriantes fotografías que recorrieron el mundo mostrando la salvaje represión contra aquella revuelta deshicieron el espejismo revolucionario del jomeinismo y mostraron, a quien tuvo ojos para verlo, el verdadero rostro de un monstruo sanguinario camuflado tras la máscara antiimperialista. Una de las fotos, distribuida por la agencia UPI, que recogía una de sus ejecuciones colectivas, fue galardonada con el Premio Pulitzer el año 1980. En la instantánea se aprecia a una decena de militantes kurdos desplomarse en el momento que reciben una descarga de fusilería a manos de un piquete de Guardianes de la Revolución situado a sólo tres metros.

Otra foto, tan impresionante como la anterior y tomada en las pistas del aeropuerto de Sanandaj, recoge el fusilamiento de otros ocho kurdos, uno de los cuales, de nombre Hasán Nahid, yace en el suelo porque ya estaba herido de tres disparos en las piernas. El juez ordenó que también fuera ejecutado, incumpliendo así la única regla que da cierta aureola de dignidad al fusilamiento, y fue un hermano suyo, Shayar, que también fue fusilado, quien tuvo que cargar con él hasta el lugar de la ejecución. Por muy antinorteamericano y radical que se mostrara tras sus barbas el ayatolá Jomei- ni, aquella sublevación de los kurdos iraníes y la brutal campaña para aplastarla abrían la puerta a un raudal de preguntas. ¿Quiénes eran esos kurdos?, ¿qué reclamaban? ¿Eran realmente demócratas y revolucionarios? ¿No estarían también manipulados como los de Iraq?, ¿por quién?

Mi sorpresa se elevó al grado de consternación cuando, al ir analizando en aquel trabajo para la asignatura de Relaciones Internacionales la repercusión del jomeinismo en toda la región, descubrí que en Turquía había tantos kurdos como en los otros dos países juntos. Saber que el Kurdistán también se extendía por el norte de Siria y Armenia y que, probablemente, este pueblo superaría los 30 millones de personas viviendo en un territorio tan grande como la Península Ibérica en el corazón de Oriente Medio hizo saltar todas las señales de alarma. ¿Cómo podía ser que un estudiante de quinto de Periodismo, comprometido con movimientos de solidaridad internacional y que creía saber algo de lo que ocurría en los países musul¬manes no tuviera ni la más remota idea de este grave problema?

A medida que conseguía información laboriosamente —entonces no podía echarme un cable internet—, los primeros libros, boletines y contactos, fui comprendiendo la magnitud de lo que ocurría en un territorio que en palabras de Ismail Besikci —sociólogo turco encarcelado por decir en voz alta que el pueblo kurdo existía- era «una colonia internacional»; es decir, toda la comunidad internacional, comenzando por las grandes potencias, estaba confabulada para mantenerlo dividido y bajo una fuerte opresión con el objetivo de conservar la estabilidad de Oriente Medio y preservar sus intereses económicos en esta zona de tanto valor estratégico. Para mí, el Kurdistán era la mejor muestra de que quienes nos hablaban en nombre de la libertad en realidad colocaban los intereses económicos por delante de los derechos de los pueblos.

Desde entonces jamás he düdado que este problema tiene una sólida impronta en el devenir de toda la región, entre otras cosas porque hunde sus raíces en los cimientos de los principales regímenes de Oriente Medio, jugando permanentemente un papel desestabilizador que incide tanto en su política exterior como interior; es decir, que teníamos problema para rato; tarde o temprano, saldría a relucir en toda su magnitud. Ya ha ocurrido en varias ocasiones: la citada insurrección en el Kurdistán iraní, los bombardeos químicos de 1988, Guerra del Golfo de 1991, insurrecciones populares en Turquía entre 1992 y 1995, detención de Abdulá Ocalán en 1999, crisis de Iraq entre 2001 y 2003, revueltas kurdas en Siria e Irán en marzo de 2004... Y volverá a ocurrir, porque, como suelen decir los kurdos, sin resolver su problema no habrá paz ni estabilidad en Oriente Medio. A mí no me cabe la menor duda, como también estoy seguro de que para encontrar esa solución es imprescindible cambiar los fundamentos políticos de sistemas tan rígidos como los de Turquía, Irán, Siria e Iraq, y eso solamente es posible introduciendo en la práctica un profundo respeto hacia las minorías, lo que, a su vez, implica un alto grado de democratización de estos países y, en consecuencia, de la región con más valor estratégico y económico del mundo. Este es el calado de un barco llamado Kurdistán que, aparentemente, parecía ir a la deriva por las turbulentas aguas de esta parte del planeta; no hay más remedio de que llegue a buen puerto. Es imposible que el Kurdistán se hunda, que desaparezca porque, a comienzos del siglo XXI, un pueblo de más de 30 millones de personas no puede ser aniquilado con las tácticas propias del genocidio.

No tardó en surgir la primera oportunidad de denunciar públicamente lo que ya consideraba una conspiración internacional para hacer invisi-ble tamaño drama humano. En Pamplona, el año 1983 se organizó una semana de solidaridad con el pueblo turco, que llevaba más de dos años sufriendo en el poder una Junta Militar que había encarcelado a 600.000 personas. La Junta del general Kenan Evren se había formado tras un golpe de Estado el 12 de septiembre con el beneplácito explícito de la OTAN. Aquella nueva intervención de los militares en asuntos que corresponden a la ciudadanía tenía como principal objetivo barrer del mapa el poderoso movimiento revolucionario que se había extendido por toda Anatolia y, de forma muy especial, silenciar las exigencias kurdas, planteadas ya sin rubor y abiertamente en las calles, de conseguir un país independiente. Los Comités Intemacionalistas de Pamplona, que organizaban esta semana de solidaridad, me pidieron que elaborara un amplio informe para editarlo como «dossier»; se prepararon conferencias y se pensó en hacer un debate público tras la proyección de la película Yol (El camino'), que, dirigida desde la cárcel por el malogrado Yilmaz Güney, acababa de recibir el principal galardón —la Palma de Oro— del Festival de Cannes.

Las imágenes de Yol, de una belleza poco común, con las montañas nevadas del Kurdistán, aquellas aldeas que parecían brotar desde las mismas entrañas de la tierra cual producto de una semilla telúrica, su simbiosis perfecta con el paisaje escarpado, los jinetes cabalgando a galope tendido por praderas cubiertas de flores para huir de los soldados, los vestidos multicolores de aquellas «princesas» sin reino, nos transportaban hasta un país de ensueño, irreal, imaginario, hasta entonces inaprensible e inexistente... y, sin embargo, no había nada más cierto, nada más palpable... porque muchos de aquellos lugares tampoco quedaban tan lejos de trayectos turísticos que ya estaban de «moda» en los años ochenta para recorrer la «Turquía desconocida», lo más próximo del exótico y lejano Oriente; de hecho, ¿es que había algo más kurdo que el monte Ararat, meta remota de estos circuitos turísticos y a cuyo regazo había alumbrado Ahmed Xani la obra Mem-u-Zin (Mem y Zin), la epopeya nacional de los kurdos? Se trataba solamente de abrir los horizontes a la solidaridad con otros pueblos distintos a los latinoamericanos o al saharaui. Pero la cruda realidad es que el Kurdistán no formaba todavía parte de nuestros sentimientos colectivos; las jornadas fracasaron y el de los kurdos siguió siendo, al menos en mi tierra natal y lo sería por muchos años, un país oculto a los ojos del mundo.

Además, el Kurdistán era, en la práctica y en el sentido más estricto del término, un lugar prohibido a los occidentales; los graves conflictos políticos, la ocupación militar, los estados de excepción o emergencia disuadían a cualquiera de lanzarse a una aventura desaconsejada por todos los servicios diplomáticos y en la que ni siquiera estaba garantizaba la seguridad del viajero. Y no solamente eran las embajadas las que recomendaban encarecidamente no acercarse por estas «peligrosas» tierras, sino que, en muchas ocasiones, era requisito legal contar con autorizaciones especiales para hacerlo y, en caso de incumplimiento, existía la posibilidad de que el «turista» fuera apresado y expulsado de la región. Esta situación, vigente durante décadas, desapareció prácticamente en las regio-nes kurdas de Turquía, Irán y Siria con la llegada del nuevo siglo. La guerra de Iraq de la primavera de 2003 y el comienzo de las negociaciones para el ingreso de Turquía en la Unión Europea, aprobado el 6 de oc-tubre de 2004, no harían más que confirmar el cambio de rumbo de los acontecimientos, presentándose de nuevo, como el Guadiana, la solución del problema kurdo como un asunto inaplazable.

Weria fue el primer militante kurdo que conocí; fue en 1985; Weria pertenecía al PDKI. Siempre con esa sonrisa en los labios y, sobre ellos, la prominente nariz tan característica de esta raza, iba acompañado por Salah, que había sido comandante guerrillero durante la insurrección contra Jomeini. Había quedado con ellos a través de otro kurdo originario de Kermansha que militaba en el partido Tudeh -comunista—; no hubo problemas para identificarlos a la salida del metro de Embajadores en Madrid. Luego nos fuimos a casa de una amiga y allí charlamos durante casi dos horas. Reconozco que experimenté en aquel primer encuentro la misma sensación, el mismo cosquilleo de las hacía años olvidadas citas clandestinas de la dictadura.

Salah parecía un nacionalista duro y de hecho años después asumiría posiciones más radicalizadas que las de su partido; vivía con su compañera, que también había sido guerrillera, en el barrio de La Fortuna con un puñado de exiliados iraníes que acababan de llegar a España. Weria fue quien me dijo por primera vez esa frase que resume el problema de un pueblo cuyo único pecado es vivir sobre un territorio de gran valor económico y estratégico: «Nuestros únicos amigos son las montañas»; y por eso, me recalcó Weria, conseguir un amigo era para ellos de una importancia excepcional. No se trataba de bonitas palabras, de frases destinadas al halago... el propio Weria, que había huido de Irán porque los pasdaranes le seguían los pasos, me puso un esclarecedor ejemplo por si quedaba alguna duda.

Durante el tiempo en que el PDKI tuvo bajo su control una gran ex-tensión de territorio, volvió a poner en funcionamiento las escuelas y pensó en imprimir una cartilla escolar para que los niños aprendieran las primeras letras en su lengua materna; querían que fuera una cartilla bien hecha, «como Dios manda», con criterios pedagógicos y a todo color. Decidieron solicitar ayuda a la UNESCO, el organismo de la ONU encargado de defender la cultura y la educación en todo el mundo; entonces estaba al frente de esta prestigiosa institución internacional el español Mayor Zaragoza. Los técnicos del organismo de la ONU acogieron el proyecto no sólo con interés y simpatía sino que, además, les anunciaron que algo tan poco costoso como una cartilla escolar, aunque estuviera editada lujosamente, no encontraría obstáculo alguno para ser financiada.

Pasaba el tiempo y desde la ONU no había respuesta; los responsables del PDKI se pusieron en contacto con sus interlocutores para conocer la causa del retraso. El asunto era bien sencillo; la UNESCO, al ser un organismo de la ONU, necesitaba el aval de algún país miembro para que un proyecto se pusiera en marcha; sorprendentemente, ningún país estaba dispuesto a avalar aquella «peligrosa» cartilla escolar, que, evidentemente, no tardó en ser editada por el propio PDKI. No hay que ocultar -todo lo contrario— que con esta inocente e infantil propuesta se buscaba el compromiso, y el compromiso no era posible. ¿Cómo se iba a comprometer la ONU con una causa inexistente, con un pueblo que ningún Estado reconocía, con una realidad que no se podía ver, ni sentir, ni apreciar...? Weria me explicó que el Kurdistán iraní, entonces —mediados de los años ochenta— había sido transformado en un gigantesco campo de concentración vigilado por más de 2.000 bases militares; para mis adentros, pensé que se trataba de la manida dramatización con objetivos propagandísticos a los que nos tienen tan acostumbradas las causas partidarias. Como contaré en su momento, creo que su apreciación se quedaba corta; el Kurdistán iraní, y también el turco o el iraquí, formaba un cuartel de dimensiones galácticas, con pequeñas, medianas, grandes, estelares bases unidas...


Manuel Martorell 

Kurdistan
Viaje al Pais Prohibido Manuel Martorell

Foca

Ediciones Foca
Foca Investigacion
Kurdistan
Viaje al Pais Prohibido Manuel Martorell
Manuel Martorell 

Maqueta: RAG

Diseño de cubierta
Sergio Ramírez

Director de colección
Javier Ortiz

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del Código Penal, podrán ser castigados con penas
de multa y privación de libertad quienes
reproduzcan sin la preceptiva autorización o plagien,
en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica,
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© Manuel Martorell, 2005
© Foca, ediciones y distribuciones generales, S. L., 2005
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN-10: 84-95440-74-1
ISBN-13: 978-84-95440-74-7
Depósito legal: M. 22.430-2005
Gráficas Cofás, S. A.
Móstoles - Madrid

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